A vueltas con el matrimonio




A vueltas con el matrimonio.

Hace unos días dejé aquí una página sobre el matrimonio a propósito del que se anunciaba para agosto en Brasil, de un varón con dos mujeres.  La cerraba con el convencimiento de que en España no sería legal ese matrimonio.

 Pero estoy pensando que, dado el carácter descaradamente mutante del legislador español de nuestra época, y de la presión mediática del conjunto LGTB, nada sería de extrañar que pronto se admitiera ese matrimonio del varón y las dos mujeres. ¿Por qué no? Si se ha admitido el llamar matrimonio a la unión de dos hombres o dos mujeres para un indefinido futuro de no se sabe qué, a lo que antes era la unión, de por vida, de un hombre y una mujer para educar los hijos de ésta ¿por qué no prolongar esa fantasía considerando también como matrimonio la unión, no ya de dos, sino de tres personas, cualquiera que sea su sexo o finalidad?

Voy a centrar hoy el tema en el matrimonio de dos personas que hoy se admite como legal, es decir en la unión de dos personas, cualquiera que sea su sexo, en ese nuevo matrimonio que nada tiene que ver con el tradicional. 

Y confieso que al referirme a aquél lo hago con prevención. No es que me oponga a que se regulen las relaciones entre dos personas del mismo sexo que pretendan predicar su mutuo afecto. NO. Rotunda y Sinceramente, no. Lo que rechaza mi mente, por razones de semántica,  es que a esa unión se le dé el mismo nombre que a la existente entre un hombre y una mujer con fines bien definido desde la antigüedad. Llámesele, por ejemplo, “reunión afectiva”, “pareja amorosa” o yo qué sé, cualquier otra denominación, y lo aprobaría sin reserva alguna, pero ¡matrimonio! ¿qué tiene esa unión de común con el matrimonio tradicional?  

Bien. Voy al caso.

En la parrafada que cubría la página a que hago referencia al principio quedaban sin tocar varios flecos del concepto, del matrimonio. Por ejemplo,

 ¿tiene hoy real importancia el matrimonio?

Aunque legalmente la regulación, o incluso la institución misma, del matrimonio, pueda ser distinta de la tradicional, es un hecho cierto que, para las gentes. (y aclaro que empleo deliberadamente “gentes”, en plural, porque creo que así se expresa más acertadamente el ámbito de las personas a quienes afecta este sentimiento) para los españoles que vivimos durante el siglo pasado, la palabra y el concepto de   matrimonio sigue teniendo una consideración especial.

Tradicionalmente, ha sido el matrimonio, instintivamente, uno de los ejes principales de la vida del hombre -y muy especialmente de la mujer- en España.   Junto con “la primera comunión”, han sido las dos costumbres, las dos “ensoñaciones”, que han polarizado los sentimientos y aspiraciones de muchachos y niños respectivamente. Ambos han marcado un hito inolvidable: el último, con el paso de la infancia a la mocedad; el primero, al significar el punto de partida para la madurez, para la vida independiente del contrayente (empleando el término genéricamente).

El joven que accedía al matrimonio entraba en un mundo absolutamente nuevo, desconocido, ilusionado, prometedor y aventurado, que debería compartir, de por vida, con la pareja elegida, de la que, por lo general, poco sabía en realidad. Y, sobre todo, era el único camino legal para tener descendencia legítima que heredara sus genes y su patrimonio.

La pareja que hoy contrae matrimonio llega a ese estado subiendo un peldaño más, pero no muy distinto de los ya recorridos en la escalera de la vida: Como norma general, cada uno de los contrayentes ya tenía vida independiente, ya había convivido libre y plenamente con su “contraparte” hasta límites que antes solo eran lícitos después de casados, y hasta suele ser normal que el contrayente, hombre o mujer, accede sin plantearse seriamente la duración del compromiso, puesto que tiene bien presente que, en caso de no satisfacerle la decisión adoptada, tiene una fácil salida con el divorcio al que puede optar sin complicaciones. Incluso, no es el matrimonio meta específicamente planteada para tener hijos o para formar una familia nueva, puesto que la convivencia que suele preceder a los contrayentes actuales ha facilitado el acceso carnal, al que antes         solo era lícito llegar tras la consumación del matrimonio.

Con esas premisas ¿Qué es lo que puede incentivar a los jóvenes para la celebración del matrimonio?

Ninguno, desde luego, de los fines del matrimonio tradicional. Ni siquiera la consideración que antes se guardaba al casado, especialmente si se trataba de la mujer. Una mujer casada era, por el hecho de llevar el anillo de matrimonio, una persona merecedora de trato y consideración deferente, pues se la consideraba como alguien que había sido capaz de adoptar una decisión importante, digna de respeto.

¿Qué queda, pues, que haga aconsejable el matrimonio?

 A mi juicio, simples ventajas económicas concedidas por el legislador a los miembros del matrimonio legalmente constituido. Por ejemplo, la posibilidad de considerar, a efectos tributarios, los bienes de la pareja como bienes gananciales. O la posibilidad de acceder a la herencia del cónyuge fallecido, siquiera sea con carácter usufructuario. O tener derecho a la pensión de viudedad, en el mismo caso. O, ya en el campo penal, el derecho a no declarar contra la pareja en la imputación de algún delito. Todas, prevenciones de carácter esencialmente económico y legal, bien distintas y muy alejadas de las metas que se preveían en la celebración del matrimonio tradicional.

Ante ese panorama nada de extraño resulta el visible descenso en el número de celebración de matrimonios civiles. Va aumentando en cambio la tendencia de las parejas a mantener la convivencia y su proyecto de futuro sin sometimiento a regulación alguna. Si acaso, por conveniencia económica, a cubrir el simple expediente de inscribirse como “pareja de hecho”, como medio de acceder, aunque sea con las limitaciones legales establecidas, a aquellos beneficios concedidos a los miembros de un matrimonio civil.

Pocos alicientes más, Y para mantener lo que antes fue la ilusionada celebración del matrimonio, queda, sí, la eufórica celebración del acto: la convocatoria de familia y amigos para hacerles partícipes del acontecimiento. Pero, incluso esto, va decayendo ante los costes del evento, que suele ser objeto de una elevación de precios, en la mayoría de las ocasiones, desproporcionados con la categoría que se pretende. Y, total, ¿para qué? ¿Para celebrar una unión que ya era pública y sobre cuya duración no se hacen comentarios porque ni los propios contrayentes se la han planteado en serio, ya que, en la reserva, guardan el conocimiento de que siempre queda un fácil divorcio para salir del posible atolladero?

Definitivamente, el matrimonio, como tal institución seria, ilusionante, definidora de un nuevo estatus social y determinante de una naciente vida nueva para los cónyuges, ha dejado de existir, aunque, aun quede en los textos legales el vestigio de una denominación que prácticamente nada conserva de lo que en el pasado fue el motor de la vida familiar y social; y hasta, en muchos casos, de las decisiones políticas de reyes y gobernantes

Y termino. Puesto que se va imponiendo como sucedáneo del matrimonio, la alternativa de inscribirse como “pareja de hecho” para acceder a las prebendas- por pocas que sean- que el Estado ofrece a quienes oficialmente invocan tal situación, no estaría de más recordar , antes de cerrar esta parrafada, que la regulación del trato de las parejas de hecho viene generalmente desarrollada -y no siempre con el mismo alcance- en las diferentes Comunidades Autónomas de esta que pretende ser considerada como única, y resulta ser tan diversa, España.

Madrid, junio de 2008

Comentarios

  1. Excelentes líneas!, muy ilustrativo todo y llamando a las cosas por su nombre.

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