SOLTERÍA Y MATRIMONIO DE TOMASA MOTA
Era chiquita.
Nunca la medí, pero no debía alcanzar mucho más de 1.60 m.
Nació en
Villacarrillo (Jaén). Un pueblo olivarero, grande, en las
estribaciones de Las Lomas de Úbeda, lindando con la comarca de las Cinco
Villas. No hay en toda España un pueblo que tenga, en un solo vocablo, más
consonantes dobles. Ninguno, tampoco, que tenga una torre de iglesia más alta y
milagrosa: el campanario de la parroquia de la ASUNCIÓN, de 56 m. de altura,
desde el que salió despedido en los comienzos de pasado siglo, el monaguillo
que volteaba las campanas para anunciar la celebración de las fiestas de
septiembre.
Por la intervención de la Virgen -según se cuenta- y acaso por la
forma acampanada del blusón que vestía el chaval, éste llegó a tierra ileso.
Aún andaba por el pueblo en los años finales del pasado siglo, dando testimonio
de aquel hecho que permitió al pueblo ser, por una vez, protagonista entre los
pueblos de la comarca.
Nació Tomasa en un año
redondo:1910. Recién comenzado el verano, como el anuncio de una buena cosecha.
Creció sin la menor preocupación y sin mayores cuidados que los que solían
tener los hijos de la gente del campo en aquellos primeros años del siglo
pasado. Y ella dio sus primeros pasos en pleno campo: en la “casilla Vacallo”,
donde el padre tenía su albergue como peón caminero, “puesto” que - no se sabe cómo-
había conseguido del Ayuntamiento de
Villacarrillo.
Aunque poco, pero algo se había despegado el padre, Bartolomé Mota de la Torre, de las labores de arado, siega y trilla de los secos campos,
que también tiene la comarca.
Los padres, sus
abuelos, toda la familia habían nacido y se habían criado en aquel pueblo
aceitero, grande y destartalado por aquella época. Todos, gentes del campo y
alguno de ellos con la fortuna de cultivar, en haza propia, su huertecillo, ese
cacho de tierra que, bien atendido y abonado, podría servir de trampolín, con
los productos de la huerta, para
allegar algunos ingresos extras con que atender las muchas
necesidades de la prole, casi siempre numerosa.
Ella la tercera
de las cinco hijas que habían tenido Bartolomé y Alfonsa. La mediana. Era su
sino. Nunca quiso destacar, ni por arriba, ni por abajo. Siempre en el punto
medio.
En el año 1928
Bartolomé las dejó solas. Una desconocida dolencia se lo llevó de forma
inesperada, dejando a las seis mujeres, allí, aisladas en la casilla del peón
caminero, que habían de abandonar para que pudiera ocuparla el funcionario
municipal que ocuparía su puesto. Y las seis: Alfonsa y sus cinco hijas se
fueron al pueblo a vivir al nº 5 de la
calle del Carmen, la casa de la madre de Alfonsa, la abuela Catalina, ya viuda.
¡La
abuelilla Catalina! Una mujer singular. Ésta sí que apenas llegaba a los 1.60
de altura. ¡Claro que tenía por entonces noventa y tantos años! Dos veces había
tenido que ir el cura a darle la extremaunción ante el peligro de muerte y
nunca había conseguido la Parca llevársela consigo. Tuvo que volver una tercera
vez para que se convenciera de que ya iba siendo hora de que dejase este mundo.
¡Chiquitilla, de aspecto débil, aunque de carácter fuerte! Desayunaba
guindillas rojas, picantes que masticaba con las encías, pues en la boca, en
aquella cueva formada por su nariz y su mentón, hace tiempo que ya no quedaban
dientes. Dormía allá arriba sobre unos tablones de madera,
a modo de somier y sobre un colchón de “farfolla” (hojas secas de maíz) que
proporcionaba ruidosos e indeseados crujidos cada vez que se movía el durmiente.
¡Qué mujer! A veces pienso que mi estoicismo, mi aparente debilidad corporal y
mi estatura, relativamente baja en comparación con la magnífica estampa de mis
hermanas, tienen sus raíces en los genes de la Abuelilla. Bien. Pero volvamos
al caso:
Eran muchas
mujeres en una casa. Muchas, sobre todo en aquella época en que la mujer poca
ayuda económica aportaba al hogar. Para
cubrir esta deficiencia, Madre Alfonsa se asocia con un panadero de las
cercanías, ofreciéndose como asistenta de la tahona para preparar el pan,
producto de consumición obligada en todas las casas andaluzas, que con
regularidad semanal en la mayoría de los casos, se proveían de él para la
semana siguiente.
Poco después, la
madre encentra ocupación para Tomasa, que era la mayor disponible, pues la
primera, Catalina, se había casado y la siguiente, Lucía, se había colocado en
una sastrería. Tomasa, pues, contribuye a la ayuda de la casa mientras aprende
a amasar el pan, que, al poco tiempo, se ocupa de repartir por las casas del
pueblo la hermana siguiente: Pilar. La pequeña, Victoria, bastante tenía con
sobrevivir a su, a la sazón, tierna edad, aprendiendoa manejar su desgraciada
minusvalía. Prácticamente, toda la familia, de una u otra forma, está vinculada
a la fabricación y venta del pan. Nada de extraño que se las empezaran a
conocer como la familia “Las migasgordas”.
Tomasa continuaba
ocupándose de la preparación de la masa para la cocción del pan, y para eso era
necesaria el agua. En el pueblo solo
había una fuente pública de la que se surtía el barrio. (había otra mayor: la
fuente de la Teja, pero ésta estaba al otro lado del pueblo, ya a la salida
para Mogón. La más cercana estaba en la plaza, al final de la calle de las
Minas. Había que transportarla a la casa en cántaros. De ocho a diez litros de
líquido, más unos tres kilos el envase. Y allí iba Tomasa una o dos veces al
día, con sus quince/dieciséis añitos y
un cántaro en la cadera. Y así siguió, solo que, aumentando con los años el
número de recipientes necesarios para el trabajo. Ya podía llevar dos cántaros:
uno en cada cadera con lo que le quedaba más tiempo para ocuparse de la casa.
En 1928, las “migas
gordas, que no han descuidado el flanco que les facilitara aligerar la carga de
la familia mediante el hallazgo de algún galán que les permita formar su propio
hogar, ya tienen novio con el que -bajo la férrea vigilancia de Madre Alfonsa- hablan por las ventanas o ventanucos de la
casa. Y Tomasa ya ha trabado conocimiento con un hortelano de las comarcas
vecinas, en las que sus tíos maternos también tienen sus huertecillos: Agustín.
Apuesto muchacho y galán favorecido por las muchachas de los alrededores por su
diligencia y donosura, ya que no solo sabe leer y escribir, sino que hasta
puede recitar algún cumplido ingenioso y atrevido.
Pero, para alivio
de Agustín, que no había conseguido
el permiso de su padre para enrolarse, como voluntario, en el
Ejército, llegó la época del reclutamiento de los varones nacidos en 1907. Y
aquél se fue a la “mili”.
Duro golpe para
Tomasa, que ¡qué remedio! se preparó mentalmente para esperar el paso de los
dos años que entonces duraba el servicio militar forzoso. Durante ese tiempo el
incipiente amor por su soldado y la severidad de las costumbres de la época la
llevaron a una vida recluida para “guardar la ausencia” del servidor de la
Patria, quien de vez en cuando le mandaba alguna misiva dándole cuenta de sus
actividades. Lucía, su hermana, fue en esa época el hada buena que le conectaba
con el ausente. Ella le leía las cartas que Agustín le remitía y pasaba al
papel los púdicos pensamientos que Tomasa quería transmitir a su destinatario.
Pasaron aquellos
terribles dos años. 1930. Volvieron los quintos, pero Agustín no volvió. Había
decidido reengancharse en el Ejército como voluntario ante el temor de volver a
casa, a su situación anterior. Era cabo. Sus aptitudes le habían promocionado y
ya era “alguien”. Empezaba a sentir el gozo de ser persona libre y no simple
esclavo de la tierra. Y se quedó pensando en la posibilidad de hacer carrera en
el Ejército mediante su preparación para sargento.
Duro golpe para
la enamorada Tomasa que ahora, para mayor dolor, se veía privada de la
proximidad de su amiga y confidente, de su hermana Lucía, recién casada con
Rafael.
Pero, el tiempo
pasa. Casi cinco años de desesperada espera, durante los que su novio, ya con
la designación de sargento del Ejército en su bolsillo, había optado por
escoger el paso a la Guardia Civil, atraído por la importancia social que para
los suyos tenía ser miembro de ese Instituto.
En el 1932, ya
como guardia civil raso, está Agustín destinado en Barcelona y decide poner fin
a la angustiosa situación de su novia, formalizando el ansiado matrimonio. No
es todo miel. La boda, por exigencias de la costumbre, ha de hacerse por la
Iglesia a pesar de que, ahora, en la España republicana es perfectamente válida
la boda civil. Pero la Iglesia sigue anclada en sus costumbres. Para casar a
los muchachos exige el Párroco competente canónicamente el pago de un
estipendio cuyo importe excede del exiguo caudal del que pueden disponer los
contrayentes. “Chalaneo” con el sacerdote de la parroquia que, al fin, decide
rebajar la cuota a la cantidad que aquellos pueden pagar: Total, 30 pesetas
(que no estaba mal si se tiene en cuenta que la cantidad inicialmente exigida fue
de 70 pts. por derechos de Obispado, “más los correspondientes a la Parroquia”).
Ya son marido y
mujer. Y ella es “la señora esposa de todo un Guardia Civil”, de bella apostura,
además. La envidia de amigas y familiares (de los que no son de izquierdas,
porque para éstos, un guardia civil es la encarnación de un rebelde que solo
merece repulsión).
En tren vuelven
a Barcelona.
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