Pinceladas.-SOBRE RELIGIÓN. Pinceladas... y Brochazos


                       SOBRE RELIGIÓN.     
                       Pinceladas… y …Brochazos

El término “Religión” no es un concepto unívoco. Inicialmente, Religión es aquel sentimiento que impregna el comportamiento del Hombre, impulsándole a vivir en una relación de dependencia con algo que se le presenta como inexplicable y trascendente.
En principio, pues, podría considerarse como una tendencia innata en la naturaleza humana que llevaría a los individuos a comportarse correctamente de acuerdo con el sistema en que viven, bien por convencimiento de su bondad, bien por temor a un indefinido castigo derivado de su inobservancia. Podría hablarse entonces de un “comportamiento religioso” del individuo, aisladamente considerado.
Ese comportamiento individual, manifestado por igual en un conjunto humano, tendería naturalmente a producir comportamientos similares en los elementos del grupo, que a la larga acabarían por producir manifestaciones conjuntas de sus miembros. En tales circunstancias, no es arriesgado deducir que nacerían en el grupo tendencias que llevarían a armonizar las manifestaciones individuales mediante la fijación de sugerencias, (primero, que pronto se harían normas) para encauzar y sistematizar tales conductas igualitarias.
Inadvertidamente se habría creado un sistema, un conjunto de normas a las que se adecuarían las actividades de aquellos individuos con similar comportamiento religioso. Estaríamos en presencia de lo que se conoce como Una Religión.
Dejo por ahora de referirme a las clases de religiones, que son variadísimas, según tengan como referencia la existencia de una divinidad (que puede ser única o múltiple), un determinado sistema ético o moral, el culto a la Naturaleza, el animismo, el paganismo, o un larguísimo y complicado etcétera. En cualquier caso, siempre, para mantenerse necesita contar con un sistema de conceptos, normas y ritos que forman la vertebración de esa Religión.       
            Y es en ese punto en el que me interesa hacer hincapié. Como toda actividad animal que, a cualquier nivel, se desenvuelva en la Naturaleza, se precisa un motor que ponga en marcha, dirija, encauce y mantenga el ensamblaje de las piezas que posibilitan el buen funcionamiento del conjunto. Ese motor, en principio, podría ser una pieza cualquiera, pero a la postre sería aquella que destacara entre las demás por su especial predisposición, por su capacidad de organización. Esa pieza, un “primus inter pares” en la mayoría de las ocasiones, teniendo similares funciones, tiene denominaciones diferentes: Chamán, Gurú, Hechicero, Rabino, Sacerdote, Profeta, Mesías,…..En cualquier caso, es el que marca el camino a seguir para el mantenimiento de esa, de “su” religión. Es, en definitiva, el que marca lo que está bien y lo que está mal, lo que debe hacerse o evitarse, la exaltación de quien, por haber actuado conforme a la norma, se propone como “modelo, como “santo”, o aquel que merece el repudio de la comunidad por haber transgredido el comportamiento que era de esperar.
            Cuando la comunidad religiosa asciende numéricamente, se necesita, no solo uno, sino más de un individuo para ocuparse del funcionamiento de esa comunidad, se necesita, al fin, un equipo para desarrollar eficientemente esa labor. Es el momento en que nace “la clase sacerdotal”. Y es esa élite la que realmente define la actividad y la deriva que en todo momento seguirán todos aquellos que forman la comunidad religiosa.
Ahora bien, la actividad religiosa no es algo que tenga lugar fuera de la Sociedad  civil (aunque es verdad que, en algunos casos aislados, sí que sus practicantes se sumergen en  ella con tal intensidad que ignoran el funcionamiento social que no sea la plena dedicación a su comportamiento religioso; pero son casos excepcionales que no afectan a mi exposición).
La actividad religiosa se desarrolla dentro, y a la vez que lo hace la sociedad civil, en la cual se exige a sus miembros el cumplimiento de unas normas de conducta que ha marcado el gobernante de turno, sea el Rey, el General, el Tirano, el Representante del Pueblo en cualquiera de sus manifestaciones, …. Mas, la vigilancia y sanción sobre ese cumplimiento es tarea ardua casi por definición, debido a la diversa idiosincrasia que normalmente ofrecen los súbditos del Soberano, que en la mayoría de las ocasiones proceden de la incorporación al núcleo inicial de pueblos extraños, por adhesión voluntaria o por hechos guerreros tan frecuentes en la antigüedad.
Ante esa situación es lo normal que el Gobernante civil busque la proximidad del Jefe religioso, cuando no sea él mismo el que asuma la Máxima Autoridad religiosa. En cualquiera de los dos supuestos, nos encontramos con la posibilidad de actuación normativa del Jefe civil valiéndose para ello de las normas religiosas. Resultado:  La Religión ha servido como código para regular la conducta de los ciudadanos. Al menos en los primeros tiempos míticos en que los dioses y los hombres “andaban revueltos” y sus vidas interconectadas.
La consecuencia inmediata de esa situación ha sido la normal alianza (cuando no, identidad) entre los poderes civil y religioso que tan magníficos dividendos han producido a cada una de las partes. Y, al final, la casi forzada adscripción religiosa de los ciudadanos al credo religioso practicado, o protegido, por sus líderes sociales.         Ejemplos de tal simbiosis quedan en la historia por doquier: Los Faraones en Egipto clásico, el zoroastrismo en el antiguo Imperio persa, el Islam en los países musulmanes, los judíos por tradición permanente, la Iglesia Apostólica Armenia a partir del año 301 con la asunción del cristianismo por parte del rey Tirídates, los cristianos y el Imperio de Roma, a partir del emperador Teodosio II en el S. IV, los estados de la Europa centro-occidental y la Iglesia Católica, Apostólica Romana, tras la defección iniciada por  Lutero, la monarquía inglesa a partir de Enrique VIII en el S. XVI, etc.,
Hasta el siglo pasado.
El proceso de transformación surgido como consecuencia de la revolución industrial que se produjo en Europa y Norteamérica durante el siglo XIX, marcó un punto de inflexión en la historia de los países civilizados, dando lugar al nacimiento de nuevos pensamientos e inquietudes en todas las clases sociales.
 Se sumaba tal revolución a la que durante el siglo precedente había destapado la corriente filosófica del racionalismo cartesiano y el criticismo de Enmanuel Kant, que invitaban a un examen racional y crítico de las posiciones tradicionales de todo tipo.
Luego, los desastres posteriores de las dos guerras mundiales del siglo XX trastornaron los parámetros de sentimiento que habían venido marcando el comportamiento de las masas durante las anteriores épocas de nuestra civilización. En esa línea la revolución de mayo del 68 en Francia, aunque como tal no se consolidara, transformó los tradicionales sentimientos e ideas morales que habían fraguado durante siglos en nuestro continente, marcando la eclosión de libertades y causas nuevas que reclamaban, contra el autoritarismo, una nueva moral y libertad.
En materia religiosa se manifestó tal movimiento desatando una corriente racionalista, crítica con el conformismo con el que se había sumido la presencia del sentido religioso en el comportamiento de la sociedad, exigiendo la aplicación de la razón a las propuestas religiosas, cuyo valor quedaría subordinado  a aquello que cayera dentro de la razón, desechando por inútil la admisión, en su conjunto y como paquete integral completo, de las enseñanzas religiosas tradicionales, que en cualquier caso deberían de ser consideradas al margen de las normas políticas.
El fortalecimiento de la capacidad de control y castigo en los dirigentes de la sociedad civil, permitió la relajación de sus relaciones de interdependencia con la sociedad religiosa, cuyos practicantes iban decayendo y desatendiendo sus normas punitivas. Ya no se hacía tan preciso el acudir a la religión para obligar a los ciudadanos al cumplimiento de las normas exigidas por la sociedad.
De otro lado, el racionalismo, unido al incremento de su formación cultural, produjo en las la conciencia de las personas  un paulatino alejamiento de la religión tradicional que dio lugar al rechazo, por parte de los jóvenes, de las antiguas creencias, y en el debilitamiento de las que habían venido subsistiendo, en los mayores.
 Las prácticas religiosas, aunque más relajadas, continuaron manifestándose en este tramo de la vida social pero, en el fondo, las ideas religiosas de los comienzos, el ardor combativo de los primeros cristianos, fue decayendo, de modo que se sustituyeron las férreas creencias del pasado por una “sui generis” interpretación personal del espíritu cristiano, muy alejado de la literalidad de los preceptos religiosos.
  Hoy, por lo que respecta a España:
El cristiano regular conserva acaso la bonhomía del cristiano, pero está muy lejos de defender las verdades del cristianismo.
Supongamos que en todo el territorio patrio haya un 90% de bautizados, cristianos por definición, pero, (sin tener, en verdad, ninguna estadística a mano) me atrevería a asegurar que no más de un 20 o 25%, practican el cristianismo, y menos aún el catolicismo predicado por nuestro Pontífice, como enseñan las Sagradas Escrituras.
Con la mano en el corazón, contestémonos:
¿Cuántos defenderían, hoy, con su vida la afirmación base del cristianismo: la resurrección de Jesús y su ascensión a los cielos?,
¿cuántos confesarían la realidad de la transustanciación?,
¿cuántos asumirían como verdad cierta, la maternidad “divina” de María y su asunción en cuerpo y alma (!) a las alturas?,
¿cuántos darían por inconcusa la existencia de la Trinidad, con la incorporación del Espíritu Santo a la divinidad, en igualdad con el Padre y el Hijo?,
¿cuántos entenderían que la pobreza cristiana es compatible con la suntuosidad y magnificencia que presentan abiertamente la vida y costumbres del alto clero católico?
Son unos pocos ejemplos. Son solo, algunas de las muchas cuestiones que evidenciarían el insensible alejamiento del cristiano actual del espíritu inspirador del cristianismo, 
 Y, sin embargo, todas esas cuestiones forman parte integrante del cristianismo, de nuestro catolicismo.  Nos seguimos llamando “cristianos católicos”. Y probablemente, lo hacemos de buena fe. 
Con toda seguridad que, en la mayor parte de las ocasiones, esos “cristianos”, tienen comportamientos dignos de compararse con los de un “cristiano antiguo”. Sí. Pero no son personas que comparten los dogmas de la Iglesia Católica. Serán “personas buenas”, posiblemente dignas de admiración, pero no pueden llamarse “cristianos, en sentido estricto”.
Es algo parecido (aunque es cuestión que nada tiene que ver con la que estamos comentando hoy) a lo que pasa con los matrimonios homosexuales, recientemente reconocidos como lícitos por la legislación civil: tales uniones serán dignas de reconocimiento, supondrán una unión digna y respetable, pero nunca serán “matrimonio en el sentido tradicional”, al faltarle la concurrencia de los dos sexos, elemento esencial en el matrimonio romano del que trae origen nuestra institución.
Mas, no quiero separarme de mi finalidad, que es la de poner de manifiesto cómo el concepto de Religión, en la práctica ha ido derivando hasta el punto de que el sentimiento religioso -manteniéndose el mismo en su esencia- se viene manifestando sin necesidad de aceptar, o asumir,  conceptos que en algún tiempo pudieron considerarse importantes, pero que hoy, con el avance de las ciencias y la mejora del nivel cultural de sus miembros, resultan inasumibles.
Religión, sí. Pero, no la religión tradicionalmente predicada y, hasta hace poco, ciegamente seguida.
 Religiosos, tal vez.
 Personas buenas, no hay porqué dudarlo. 
Cristianos,sí, puesto que fueron bautizados como tales, pero no, creyentes. 
Católicos, no.

Madrid, mayo de 2019

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