Pinceladas.-UNA NORMA SOCIAL "CONTRA NATURA"



Una norma social “contra natura”



Es norma no escrita pero sí ínsita en los genes de los individuos que forman el Reino animal: Los padres (especialmente la madre) mantienen una relación de dependencia con el hijo por cuyo cuidado y enseñanza velan hasta su emancipación; después decae esa especial relación.
 La existencia y cumplimiento de esa ley es incuestionable: Los padres (preferentemente- insisto- la madre) se desviven por alimentar y cuidar a los hijos hasta que éstos son capaces de vivir por su cuenta; luego, nada le importan, son unos extraños más, aunque a veces queden temporalmente formando parte del clan familiar.
 Sin embargo, es notorio que en la raza humana se observa -y cada vez de forma más definida, a medida que evolucionan los tiempos- que esa ley no se aplica. Antes al contrario, se buscan medios para evitarla
Es posible que este comportamiento humano esté entre las causas del alejamiento y separación de los humanos con respecto a los demás animales. Quizás, ese comportamiento le ha llevado a conservar y mejorar los conocimientos adquiridos por su grupo, aprovechando éste la experiencia de los ancianos para incrementar el acervo de sus conocimientos, avanzando así en la mejora del modo de vida de la colectividad.
En todo caso, es evidente que la Sociedad Civil promulga leyes y dicta normas cada vez más concretas tendentes  a cuidar, preservar y a mantener a los padres cuando, por razones de edad o dificultades económicas, no puedan ser autosuficientes.
Pues bien, con estos antecedentes entro en el tema.
Está en el origen remoto de esta nota el conocimiento, machacona e hirientemente repetido por los medios informativos, de las abundantes e  incontroladas muertes sufridas por los ancianos asilados en las Residencias  de Mayores, durante este ya prolongado estado de confinamiento que sufrimos  como consecuencia del coronavirus, y por la razón añadida de la ineptitud y desidia del gobierno, preocupado preferentemente por sus ideales políticos.
Esta situación ha creado un trauma en muchos hijos que han tenido que sufrir la forzosa separación de sus padres infectados por el virus sin posibilidad, por imperativo legal, de atenderlos personalmente en los que han sido los últimos momentos de la vida de éstos.
Sin embargo, esta situación, salvo el dolor propio por el forzoso alejamiento entre los dos miembros de la familia, podía quedar íntimamente paliado precisamente por el hecho de venir impuesto legalmente con miras a evitar un mayor perjuicio en la comunidad.
 Tras esa otra observación salto a una nueva -y definitiva-  con ella relacionada:
Me refiero a la situación que se da normalmente en muchos de los casos de internamiento de los padres en Residencias de Mayores. En la  relación padre / hijo, (y más acusadamente si se trata de una madre en relación con alguno de sus descendientes, como ya he reiterado). Aquél, en edad provecta, sin medios económicos para vivir con independencia, pero en inmejorables relaciones con su amante hijo; éste, casado felizmente y con familia propia de tierna edad.
Y es aquí donde enlazo con la observación expuesta en la primera parte de esta nota.
La Sociedad, contraviniendo de hecho las tendencias de la Naturaleza, ha impuesto la costumbre de asilar a los padres, y a mayores incapacitados en tales Residencias de modo tal que es habitual en la sociedad actual ese internamiento que, entre otras connotaciones, permite, de un lado, proporcionar a los ancianos un mejor trato médico y cuidado de sus minusvalías o dolencias, y, de otro, dotar a los hijos de mayor espacio en sus domicilios, mayor confidencialidad en el matrimonio y, por ende, mayor armonía familiar.
Pero, en ese marco idílico subyace el germen de un trauma psicológico.
 El anciano no solo necesita cuidados médicos, que posiblemente serán los más ostensibles, necesitan también cariño, necesitan sentirse arropados por el calor familiar, sentirse queridos por los miembros de  su familia, y, si no necesitados por ellos, al menos atendidos en las costumbres y manías de sus preferencias. Y eso, por mejores cuidadores que tengan en la Residencia, no lo pueden recibir en ésta.
Y aquí está, al final, el objeto de mi observación.
 El padre, o madre, sufrirá enseguida esa ausencia de proximidad familiar, y, cada vez con mayor intensidad y nuevos argumentos afectivos, comunicará al hijo su necesidad y su preferencia por volver a gozar de la familia en el domicilio. De otro lado, el hijo soportará, por parte de la esposa, el rechazo, más o menos explícito, a consentir tal decisión, aduciendo mil razones que harán difícil contradecirla sin romper la armonía familiar.
 Un grave problema anímico. Pero, un problema que, a lo que sé, siempre tiene la misma solución “dejar las cosas como están”. Porque el hijo convive con su esposa y sus hijos, y es esta compañía la más inmediata y permanente necesidad a cubrir. El padre/madre -se esforzará en pensar el hijo- está allá, lejos; y, al fin, con sus necesidades perentorias atendidas.
    Resultado: Un explicito malvivir efectivo del padre y un íntimo malvivir del hijo por no atender a sus padres
Esto hace que, visto desde fuera, la mayor parte de los elementos de esa Sociedad relacionados con la familia o conocedores de la situación, -y tanto más cuanta más edad tienen- manifiesten su rechazo instintivo, y critiquen, al hijo que aparentemente deja desatendido al padre implorante
 “¡Pobres padres!” -vienen a pensar -y posiblemente a comentar- en demérito del hijo afectado-:” después de lo mucho que hizo por el hijo, qué poco aprecio está recibiendo de él”.
 Pero, no. Es ley de vida. Es el crudo cumplimiento de la norma vital en el código genético del reino animal; y como tal, de más obligado cumplimiento que la ley emanada de un acuerdo social.
El hijo de mis observaciones ha sucumbido al imperativo de una, cruel, ley de la Naturaleza y, además, hemos de añadir, que, durante el proceso y después de él, lo ha sufrido con un elevado coste anímico de zozobra, de disgusto y de dolor.
 Entiendo   y concluyo- que no es vituperable la conducta del hijo que no atendió las pretensiones paternas. Creo que no hay que enjuiciar peyorativamente tal conducta. Hay, por el contrario, que lamentar el dolor que ha acompañado a su decisión y, en definitiva, hay que reconocer la fuerza, siempre presente, de la Naturaleza.
Madrid, mayo 2020


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